Blog literario, relatos
Galletas María compartidas, relato, enfermedad mental
Como cada mañana desde hacía un mes, Martina se levantaba con la resaca de la quetiapina y el rivotril en su boca, seca y salada como la salmuera; áspera y amarga como la hiel que envenena la sangre. Arcadas de asco se desdibujaba en un rostro cetrino y compungido por el vértigo de tanta embriaguez medicamentosa. Con la dificultad de un ciego encaminaba sus pasos a la ducha, para despejar el sueño que se le acumulaba en la piel. Bajo el agua templada, pues caliente no llegaba a aquellas horas, ya que todos en la planta psiquiátrica se duchaban a la misma hora; se permitía el lujo de vaciar la cabeza de todo aquello que la atormentaba. Eran tan solo unos segundos en los que Martina cerraba los ojos y, fluía con el agua, una gota más que descendía por un cuerpo extraño y desconocido, hasta descender a la porcelana del plato de ducha. Un momento de simbiosis entre el pensamiento hueco y el alma conciliadora de una desconocida a la aventura de mundos anhelados en su imaginación. Volvía a la realidad, cuando la enfermera de turno tocaba a la puerta con la insolencia de saberse superior, avisando del desayuno. Con presura y torpeza se disfrazaba con el chándal de la enfermedad, ahuecando su melena chorreando la tristeza que el agua no había conseguido limpiar.
Tanteando las paredes, el mareo seguía golpeando su cabeza y vaciando su estómago; se dirigía a la sala común, el lugar de encuentro de bipolares, esquizofrénicos, psicóticos; adictos a las drogas, el juego, el trabajo; alcohólicos y, aquellos inclasificables. Arrastrando los pies y agarrándose a cualquier objeto, conseguía sentarse ante las mesas preparadas para el desayuno. La sala era multiusos, igual se comía que se dormía, recibía visitas, se jugaba al parchís o se farfullaba pecados capitales. A las 8:30 de la mañana era hora del desayuno, leche con sucedáneo de malta, es que el Nescafé alteraba la tranquilidad del consumidor, 4 galletas María con mantequilla o, con suerte un mini bocata de jamón de york; todas las sombras enfermas congregadas en el acto litúrgico de alimentar el cuerpo para sanar la mente. Martina despreciaba ese momento, único y silencioso, en el que los enfermos limpiaban las legañas en servilletas de papel y sorbían los mocos aspirando para sus adentros los demonios que luchaban por salir.
Siempre se sentaba en la misma silla, con la misma postura, cabizbaja y taciturna. A su derecha le acompañaba Lucía, su psicosis le había dado el estatus de Virgen María; a su izquierda, Pablo, 6 meses de internamiento le acreditaban como el patriarca de todos. Martina no miraba a derecha ni izquierda, perdía su mirada en el vaso de leche tintado de cacao, giraba y giraba la cucharilla, ondeando el blanco líquido como un mar encerrado en una pecera. Pablo tocaba con cierta brusquedad el brazo de Martina, para sacarla de su ensimismamiento, y acabase su frugal desayuno. Martina reaccionaba, apartando el vaso de leche y olvidando las galletas. Pablo la observaba mientras para sus adentros deseaba las galletas con la avidez del vagabundo. Y es que las pastillas, los electroshock y la ansiedad le provocaba un hambre desmedida, tanta que se comía los nudillos. Martina por fin reaccionaba, y en un acto de total generosidad, le ofrecía las galletas con la pereza de una jornada de trabajo. Pablo recogía el regalo sin papel de celofán y deglutía las galletas como Coco, el monstruo de las galletas, el de Barrio Sésamo alegrando las tardes infantiles.
Los enfermos paseaban sus cuerpos arriba y abajo por el largo pasillo de la insulsa planta, sonriendo de vez en cuando a las cámaras y, en otras marcándose una peineta, para enfadar a los enfermeros. Unos caminaban solos, ausentes en sus mundos, otros en pareja discutían sobre fútbol. Martina observaba a sus compañeros de aventuras médicas, pensando que no podía haber nada más muerto que la planta psiquiátrica. Cada uno cargaba con su cuerpo, pero además con su ruidosa mente en la que convivían una multitud de seres hurgando en el cerebro. Orificios abiertos en el músculo de la sabiduría, y por donde huía la razón buscando refugio en la pared de la incomprensión. Ruidos, insultos, gritos, demonios, silencios, desprecios, marihuana y muchas píldoras era el universo que giraba en torno a Martina. Ella no paseaba, su vértigo no remitía, y arrastrando su espectro aposentaba las piernas y los brazos en un sillón. La sala pasaba a ser lugar de recreo y, de las interminables siestas de los presentes, mientras la televisión vomitaba música sin cesar. La languidez de Martina se escurría en el escay del sillón, cuando Pablo luchaba por sentarse cerca de ella, recogiendo las piezas de cada suspiro, de cada gramo de ansiedad perdida en la taquicardia del corazón de Martina. Él no veía a una mujer de larga melena, trigo en campos de Castilla, de facciones angulosas secuelas de su famélica enfermedad, ni las ojeras ennegrecidas por las lágrimas derramadas. Sólo contemplaba un alma vagando en el purgatorio, clamando consuelo y reclamando afectos.
Martina escudriñaba el tiempo en un duermevela que iba y venía, como los paseos de sus compañeros. Mordía sus uñas con el ansía del perro rabioso y movía sus piernas con el tembleque del muerto de miedo. En su mente, solo un pensamiento, encerrado en una prisión, como la planta del hospital; cautivos de la sociedad y vigilados por el gran ojo que todo lo ve.
Aquella mañana, Martina se entregó, como una virgen a un hombre, a un ataque de pánico convulsionando su frágil cuerpo en el escay rojo del sillón. Pablo acercó sus manos a los dedos de ella, acompañándola a un viaje abismal a los infiernos. Él enredó sus dedos a los de ella, y juntos regresaron del viaje. Fue cuando, en un acto de lucidez Martina besó al hombre que le salvó de su pensamiento.
Pasaron los días, Pablo y Martina paseaban arriba y abajo por la planta psiquiátrica, consumiendo las horas en confesiones. Confesiones del pasado, confesiones de males, confesiones de sombras. Compartían las galletas María cada mañana, hasta que un día, Pablo aprovechó el ángulo muerto de la cámara del pasillo, y besó a Martina con la suavidad de la nube de algodón.
Martina le miró, y en sus ojos apareció el día. Y de fondo una canción.