Blog literario, relato
Un día más. Relato, depresión, tristeza, apatía, dolor, tristeza, muerte, pensamiento, emociones
Hoy es el Día Mundial de la Depresión, quiero aportar un granito, para la comprensión de esta enfermedad que menoscaba la vida de millones de personas. Quizás, para muchos que podáis leer esta entrada no vaya con vosotros o, simplemente ni la consideréis una enfermedad. Pero puedo asegurar, afirmar y confirmar que es tan cruel como un cáncer y que mata, mata millones de personas que solo viven en la oscuridad de su pensamiento. También se cura, con ganas, motivación, persistencia, constancia, comprensión y amor.
Puedo afirmar y confirmar qué, para mí, escribir es mi motivación, mi energía, mi disciplina.
No prejuzguéis a los enfermos de depresión.
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 Tengo la certeza de que nací ya así. ¡Sí! de esta manera, como explicar: triste y sufriendo. Me declaro sufridora, sufridora de la palabra dicha, de la no emitida; sufridora del gesto explícito y del que no se ve; sufridora de tan solo dar un paso y, cuando parada miro al horizonte. Tanto dolor provoca en mi alma cualquier insignificancia, que desborda mi vida. Así nací, crecí y a estas alturas de mi vida, creo que moriré. Algunos pensarán que vaya desperdicio de vida, posiblemente, pero también, puedo afirmar que a pesar de ello, vale la pena.
Es esta tristeza, quizás melancolía, o tal vez nostalgia de todo lo no vivido la que envuelve, como en un regalo con cintas de seda y colores, mis días. Días, tantos días, cuyas mañanas se inician con el cansancio de no querer abrir la ventana al sol, de no mirar por el balcón el transitar de la gente acelerada por el tiempo o aquellos que en su ocaso, pasean sus últimos días. ¡Sí! así empiezan muchos días, con la pereza enganchada a la piel, la apatía de ser y no estar. Mas, empujo mi trasero con una patada de judoca, para salir de mi cama, fría como el mármol, pues en muchos de mis sueños el colchón se convirtió en lápida. En fin, dejo reposar las sábanas mientras arrastro los pies a mi escritorio, ¡pobre, lo que debe aguantar! Ya está acostumbrado al desorden de mis ideas, a mi media sonrisa forzada por los buenos días, y a exprimir las teclas de mi Pc con la rabia de querer y no poder. Un alarde es para mí, muchas mañanas, mantenerme en mi silla aposentada más de diez minutos, sin la desesperación de responderme ¿vale la pena? ¿Vale la pena el trabajo de acallar mi conciencia?, ¿vale la pena respirar el aire corrupto de tanta infelicidad?
Muchos opinan, dicen, critican, juzgan e, incluso censuran mi vida, respondiéndome ─ ¿De qué te quejas?, lo tienes todo, no tienes problemas. O me dicen ─Estás así porque quieres. Y ante tales preguntas, ante tanta respuesta, mi impotencia crece, un globo heliooestático que toma altura a velocidad supersónica, sin saber ni encontrar las palabras adecuadas y exactas, para explicar que sucede en mi interior, las charlas que se producen entre la mujer realista y aquella idealista, que nunca encontró su lugar. Y así transcurre la mañana entre la amargura de no encontrar el emoticono que me saque una sonrisa y la pena de no aprovechar más y mejor los minutos. Es a las doce del mediodía, la hora del Angelus y del Ave María, cuando con el corazón en un puño, encogido por el dolor y ahogado por la falta de aire, decido recostar mi cabeza en el sofá, para dar tregua a tanto pensamiento vacío de buenas ideas y a una lengua agotada de no hablar. Y es que las paredes tienen una conversación muy aburrida, no suelen leer libros, aunque en ocasiones escriban en sus muros, palabras inconexas y sin sentido: un te quiero a algún fantasma, que de vez en cuando, hace acto de presencia. También suelen garabatear «no existo», jajaja pienso ¿será una sentencia profética?
En fin, mi cabeza descansa ante tanto desgaste de no hacer nada, y mis piernas inquietas por salir a correr por un camino sin fin, aceleran mi pálpito, buscando el límite de mi respiración.
Intento distraer mi mirada con algún libro o, simplemente, con la televisión esa caja tonta que de tonta tiene poco, educando una sociedad oxidada por la apariencia. Pero no hay más aburrimiento que mirar y no ver, leer sin entender, así que a poco de dos líneas un sueño desgastado por la noche de insomnio, hace acto de presencia para consumir el mediodía y parte de la tarde, en dosis de duermevela.
Entre cabezadas, amodorrada por la soledad, se despierta alguna idea que escribo en mi libreta de páginas cuadriculadas como mi rutina. Escribir, un acto que fatiga mis dedos al extremo de anquilosar cada falange a golpe de tecla. Es el dolor de aporrear el ordenador a base de comunicarme con el exterior, quien me recuerda que no vale la pena. No vale la pena hablar sin decir nada; no vale la pena intentar ser invulnerable a cada ausencia o superar este enfado que se desdibuja en mi boca por tanto olvido.
Lo peor de todo es la noche, que intenta aferrarse a una razón para seguir existiendo un día más. Cansada ya de las horas de vacío en el estómago, de dolor en mis huesos, de aprehensión en mi corazón y del tormento de mi mente; ahueco mi alma en mi colchón marmoleo a la búsqueda del sueño eterno.   
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