La Princesa Yasevé

Blog Literario, desde el rincón de los olvidos

jueves, 19 de enero de 2017

Microrrelato: Martina

Microrrelato: MARTINA

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Como cada mañana, desde hacía un mes, sobre las 9 H Martina se sentaba frente aquella ventana, único contacto al exterior. El paisaje no era en sí agradable a la vista, pues desde la tercera planta del psiquiátrico solo se observaba el ruido de la ciudad, el ajetreo de las personas, las idas y venidas de multitud de coches batallando contra el tiempo y un cielo grisáceo envenenado por los humos de la civilización.
Pero a pesar de ello, Martina pierde su mirada durante horas en aquella ventana. Una mirada distante, sin rumbo, ajena a todo y todos, pupilas dilatadas, por el diazepán y el orfidal, ojeras profundas en aquellos ojos almendrados y oscuros, ahora faltos de la perspicacia de su inteligencia y la chispa de la vida. Mantiene apenas en equilibrio su cabeza respecto al cuerpo, cuanto le costaba –¡Ay Dios!– claro que nadie sabe lo que cuesta mantenerla alzada bajo los efectos de 16 pastillas diarias; pastillas para la ansiedad, pastillas para la depresión, pastillas para dormir, pastillas para las alucinaciones…pastillas y más pastillas. Su barbilla toca el inicio de su pecho, y de ella chorrea las babas que inconscientemente descienden y que tanto asco le dan. Claro que nadie sabe que ello es un efecto secundario de las píldoras milagrosas, esas que salvan al mundo de la demencia. Paradójicamente la sequedad en su boca, el mal aliento y las ganas de beberse un mar provocan en Martina arcadas de asco continuo. Ella que tanto había cuidado su imagen, tan mona ella, vestida siempre a la última, maquillada, tan impoluta. Pero ahora eso ya no le importa a Martina.
Aquella ventana era su único mundo. Contempla en duermevelas constantes, ensoñaciones incontroladas. Ruidos en la lejanía, sombras que se difuminan… Apenas puede distinguir la realidad del sueño que le mantiene adherida al sillón cutre, de escay e incómodo, pero el único que es fiel al cuerpo de Martina. Y Martina sigue viendo pasar el transcurrir de los minutos, de las horas interminables. En la soledad del vacío en su interior, de la congoja de no poder pensar, en la asfixia de no recordar la edad que tiene.
El ruido en su cabeza ha desaparecido, las voces que le acompañaban en los últimos tiempos no las escucha. Y ello incrementa por segundos su soledad aún rodeada de semejantes que como ella, balbucean palabras inconexas, frases sin sentidos, sonidos inteligibles…¡claro! efectos de las famosas pastillas.
Un dolor intenso, provoca en Martina sentirse rota por dentro. Un dolor que parte su cuerpo en dos, un dolor que agujerea su estómago hasta su espalda. Y es en ese hueco donde un hombre con bata blanca y un cartelito en su solapa, clava el dedo en la yaga.
–Martina, me oyes, soy el doctor Guzmán tu psiquiatra—
Pero Martina no escucha, no oye, sumida en el duermevela, lucha contra la niebla en su mente, esa que le impide distinguir lo real de lo imaginario. Intenta erguirse en el sillón cutre para mantener cierta dignidad, pero vaya, la orina se escapa por sus piernas hasta formar un charco en el suelo. Y la enfermera de turno huraña y antipática le grita:
–Martina, Martina, que has hecho mujer, ¿¡no sabes que el pipí se hace en el wáter!? Ahora te quedas mojada, no tengo tiempo de cambiarte—
Martina desea llorar, gritar, huir; pero no puede, sufre tanto vértigo y a la vez tal parálisis que le es imposible levantarse del cutre sillón. Con la cabeza más caída, mirando ya no a la ventana, sino a un punto concreto del suelo que se desplaza en proporción al parpadeo discontinuo, retardado de sus ojos.
En la lejanía voces en murmullos que aceleran los segundos, hora de visitas, algunos de aquellos “locos” tienen visitas de padres, hijos, esposos ¡vete a saber! Pero Martina no, ella no tiene visitas que aceleren los segundos.
Martina desaparece en su soledad, cabizbaja, mojada de meados, babeando, cansada y ausente de la realidad. Y en una convulsión, espasmos que temblequean su cuerpo se deja ir.
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